Nada más embriagador para
la mente que la nostalgia. Los hombres vivimos aferrados a la añoranza como a
una pared en un intento a veces vano de
derrumbarnos en la soledad, en la angustia. Algo así me decía el poeta Andrés
Sabella, caminando por una playa de arenas tibias en Antofagasta. Ignoro qué tan cierto este suspiro de Sabella. Casi en la
misma época, Horacio Eloy sentenciaba algo parecido una fría tarde de otoño en
un viejo café en la Quinta Normal, con Rolando Cárdenas, Matilde Ladrón de
Guevara (quien me decía primo, por ser ella escritora y periodista) y otros
contertulios.
Yo, muchacho flaco,
nortino soñador. Me aferraba a aquellas charlas y sentencias; citas de otros
grandes como Pablo Neruda, Huidobro, Gabriela, Lautaro Yankas.
Los encuentros con
escritores, sobre todo con los poetas, tienen algo de sublime y de abyecto. No
me pidan que explique esa contradicción, no me introduzcan en los laberintos de
lo incomprensible. “No te fatigues buscando la verdad. Vive de lo posible en
arte y en la vida”, y yo miraba a Neruda como a un dios oceánico. Ya en sus
casas de Isla Negra, Santiago o Valparaíso, su palabra profunda y algo
bonachona, por qué no cínica, me calentaba el entendimiento.
“En una noche como ésta
vi las palabras de mis poemas de amor”. La noche en Isla Negra era oscura,
silente, la escaza luminosidad venía de las estrellas reflejadas en la mar y
de la anémica luz de las casas vecinas y lejanas.
“Al golpe de la ola
contra la piedra indócil
la claridad estalla y
establece su rosay el círculo del mar se reduce a un racimo
a una sola gota de sal azul que cae”
Estalla la voz cavernal,
como un relámpago en la penumbra. Se ríe y me toca el hombro. “Mañana”, le
digo. “Sí, “Mañana”, contesta sin mirarme, con los ojos clavados en una ola que
rompe contra la dura costa, dibujando un línea blanca que desaparece en la
distancia.
Si observamos los
recuerdos vemos que mucho se pierde en los años, pero que lo sobreviviente es
valioso. “Ñoñerías”, me diría en Angelmó el poeta chilote Renato Cárdenas,
quizás por verdad, quizás por ebriedad,
pues el curanto nos había exigido chicha de manzana en cantidades no recomendables. Mas mis
añoranzas me son caras, profundas.
“La escuela de sal abrió
las puertas
voló toda la luz
golpeando el cielo”…
“¿Recuerdas?”
“Sí, recuerdo. Es de tu
obra La ola, contesto con cierto orgullo de sabedor. Neruda nada dice, pero sé
que está satisfecho. Caminamos, se
sienta en una roca frente a su casa y queda en silencio. Veo su figura
recortada por la tenue luz lunar y noto que su boina le confiere en esta hora
mayor dignidad. Me sonrío y pienso que estoy difariando.
“Pablo, hace frío”, le
digo tras una media hora de silencio. Entramos, él prepara el mate como si
fuera un rito oriental, lento, como adorando la calabacita, la hierba, la
tetera.
Sorbemos el líquido
alegrado con pisco, y el sonido que producimos en cada chupada es como un
diálogo con el poeta y yo, un decirnos misterios que ambos conocemos de la
selva sureña, pero que él penetra hasta abismos que yo no alcanzo.
“Emerge tu recuerdo de la
noche en que estoy.
El río anuda al mar su
lamento obstinado”…
…nos leyó un mediodía en
Valparaíso. Con Francisco Velasco y su esposa quedamos en silencio, sabedores
que Neruda no esperaba comentarios sobre
“La canción desesperada”, que empezaba a recitar muy serio, como si estuviera
solo y lejano. De pronto se río a carcajadas y nos invitó al vino caliente con naranja. Yo, en un
momento, tras varios brindis jocosos, me atrevía a recitar
“Amo Valparaíso, cuanto
encierras,
y cuanto irradias, novia
del océano, hasta más lejos de tu nimbo sordo”.
La tertulia continuó con
nuevos brindis y libaciones, con risas y exclamaciones, recuerdos y anécdotas.
De madrugada bajé el cerro con el frío golpeándome el rostro.
Años más tarde, tras la
muerte del poeta, caminé por la playa frente a su casa. El silencio ayudaba a
la memoria. No sé si por el recuerdo de su trato cordial o por algo que no
entendí, no me sentí sólo. Otras olas en las rompientes rememoraban aquellas de
antaño. En un momento recordé otra
noche, cuando a Neruda le dije “Pablo, hace frío”. Una lágrima me calentó el alma.
Cerro Barón
18/09/ 2008